Desde un punto de vista conceptual, las vacunas son productos que, administrados desde el exterior, desencadenan una respuesta de formación de defensas (anticuerpos) por parte del organismo. Esa respuesta formativa implica que el organismo se inmunice frente a agentes patógenos concretos.
Se reconocen distintos tipos de vacunas:
- Las vacunas con gérmenes vivos atenuados, como la que confiere protección frente al sarampión, rubeola y parotiditis (paperas).
- Las que contienen microorganismos inactivados, como la de la hepatitis A.
- Las que incluyen toxoides, como la del tétanos o la difteria.
- Las que tienen fragmentos de células, las llamadas ‘acelulares’, como el de la tosferina.
- Las elaboradas con material genético modificado, llamadas ‘recombinantes’, como la de la hepatitis B.
Las asociaciones pediátricas de cada país recomiendan una pauta cronológica concreta para administrar las vacunas, en función de las recomendaciones internacionales.
A pesar del reciente auge de la ‘tendencia antivacuna’, éstas tienen un alto perfil de seguridad y una baja tasa de efectos secundarios y complicaciones.
Algunas vacunas pueden causar efectos secundarios leves y temporales, como fiebre, dolor, o una protuberancia debajo de la piel, en donde se administró la vacuna.
Las vacunas han reducido y, en algunos casos, erradicado muchas enfermedades que provocaron graves discapacidades a personas de algunas generaciones anteriores.
Vacunar a los hijos representa, más allá de la ventaja individual de proteger a los más pequeños, un acto solidario, pues se fomenta la desaparición global de las enfermedades.